Por toda la casa se esparce un olor agridulce a membrillo, a orejones de calabacita y pera, a pasta de higo y a ejotes pasados por agua que, ensartados, forman largos collares verdes que cuelgan de los alambres puestos al sol para que se oreen. El día ha sido ajetreado; hay que aprovechar fruta y verdura para conservarla, por eso a casa desde muy temprano han estado llegando algunas mujeres invitadas con ese propósito.
Son estos últimos días de septiembre como un puente entre el calor sofocante y las primeras rachas de aire frío. El curso escolar empieza y hay una angustia agazapada, un temor anticipado de dejar la casa. Todo toma en este mes un aire de separación que nos hace andar con el corazón en un puño. Mi madre pasa muchas horas a la máquina bordando iniciales en la ropa interior, renovando los forros de las almohadas de pluma, que formó leves copos en las esquinas de la habitación y debajo de los muebles, pues el viento del norte empieza a soplar por la tarde y no deja cosa en su sitio.
Hay que prepararse bien para este cambio de estación, pues al mediodía el sol calienta demasiado, pero el aire enfría cada vez más y hay un desequilibrio térmico que propicia tantas enfermedades.
El campo está ahora como palúdico; el polvo que levantan las ruedas del carro se deposita sobre las hojas de las vinoramas y palofierros cercanos al camino, y los chiltepines buscan la protección de los árboles más grandes mientras llegan las brigadas que han de despojarlo de su fruto pequeño, verde y picante como lumbre. Unos días más y en estos lugares se habrá vaciado la cuarta parte del pueblo ocupado en la recolección del famoso chiltepín, que ya envasado o suelto tiene gran demanda en el mercado. Durante esos días no habrá clases en la escuela del pueblo, pues los niños han resultado magníficos recolectores de chiltepín, con cuya venta habrá bastante para ir a hacer la visita anual a San Francisco Javier, en Magdalena, fiesta que se celebra el cuatro de octubre, día de San Francisco de Asís.
Un poco más adelante la pequeña laguna del Represo nos hace guiños, mientras que el saúz, a la orilla del agua levanta su verde arquitectura. Medio kilómetro escaso más allá, La Sauceda se acomoda entre mogotes chaparros. Luego el desierto comienza a insinuarse; remolinos de polvo que el viento levantó implacable; plantas pequeñas de raíces adventicias que, arrastradas por la racha fría, van envolviéndose hasta formar pelotas de ramas que pasan rodando, juguetes del viento; aislados ocotillos espinosos todavía con su manchita de flores rojas en la punta, y las "cabezas de viejo", peludas y polvorientas.
Después la soledad, la arena medio rojiza y suelta y un gran silencio, como en las primeras edades de la creación, el espacio infinito, y encima, cubriéndolo todo, el cielo azul añil, inmaculado de nubes.