miércoles, 20 de mayo de 2009

¡Ladrones de etiquetas en el Jardín Botánico!





Nos quedamos sorprendidos al ver el lunes 18 de mayo, a un ejemplar de "pepe" (Cyanocorax morio) volando con una etiqueta en el pico.















La mayor sorpresa fue que, después de dejarla en su nido (aparentemente e
n la copa de un helecho arborescente) ¡regresó por otra!

Los "pepes" pertenecen a la familia Corvidae, la
misma familia de los cuervos.

Aquí hay un artículo interesante sobre esta especie.










miércoles, 13 de mayo de 2009

¡Llegaron los murciélagos!


Nuestros amigos Jaime Pelayo y Toni Guillén nos informan que los murciélagos están empezando a ocupar los refugios del JBC.

Por las características del guano encontrado debajo de uno de estos refugios (además de un foto borrosa tomada con teléfono celular), al parecer se trata de un Eptesicus fuscus (Murciélago café grande o Murciélago hortelano norteamericano).

Esperamos más información pronto.

miércoles, 6 de mayo de 2009

La mañana verde (segunda parte). Ray Bradbury

Aire, aire, aire, pensaba. Me mandan de vuelta por falta de aire.

Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos.

Y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca, ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin una hierba.

"Aire", pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz, aire, aire.

Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba.

¡Naturalmente! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y como si ese pensamiento fuese una repentina ráfaga de oxígeno puro, se recuperó totalmente.

Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Esa sería su tarea, luchar contra lo que le impedía quedarse en Marte. Libraría una privada guerra vegetal contra Marte.

Ahí, en ese suelo tan antiguo, las plantas habrían muerto de vejez. Pero, ¿y si trajera nuevas especies? Arboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué pasaría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de
cansancio.

-¡Permítame levantarme! –gritó-. ¡Quiero ver al Coordinador!


Habló de árboles y plantas con el Coordinador, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes que se organizasen las plantaciones.


Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en las cámaras frigoríficas volantes, y los escasos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

-Entretanto, ésta será su tarea –dijo el Coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas, no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además como estas primeras ciudades son colectividades mineras, creo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.


-¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron.

En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y estacas, llegó a este valle solitario, y echó pie a tierra.


Eso había ocurrido hacia treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para siempre. El tiempo era excesivamente seco; era p
oco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá toda su campaña (esas cuatro semanas en que había cavado la tierra con la espalda encorvada), estaba perdida. Miraba fijamente hacia adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle iluminado por el sol, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las áridas montañas. Todo en Marte era tan imprevisible como el curso de tiempo. Imaginó las calcinadas colinas, empapadas por la escarcha de la noche, y pens
ó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda capaz de engendrar unas habas de larguísimos tallos de donde podían caer unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que les sacudirían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida un olor a agua.

Esta noche, pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia. Esta noche.

Lo despertó un golpe muy leve en la frente. El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le
cayó en un ojo, nublándole la vista. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elixir mágico, con el sabor del aire y las estrellas, y arrastraban un polvo acre, y se le movía en la lengua como un raro jerez liviano.

Se incorporó. Dejó caer la manta y su camisa azul. La lluv
ia arreciaba. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un torbellino de humo. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo, agrietada como un esmalta maravilloso por seis relámpagos azules se precipitó a tierra. Diez billones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica los fotografío rápidamente. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamin Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, se incorporó y dio vuelta por el pequeño campamento a la una de la mañana. Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamin Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con la sonrisa en los labios.

El sol surgió lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll. No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo. Al fin se incorporó y miró hacia atrás.


Era una verde mañana.


Los árboles se erguían perfilándose contra el cielo, uno tras otro, hasta el h
orizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y estacas. Y no árboles pequeños, no, ni tiernos retoños, sino árboles grandes, inmensos y altos como diez hombres, verdes verdes, vigorosos y densos árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que, ante sus propios ojos, echaban nuevas ramas, nuevos brotes.

-¡Imposible! –excalmó el señor Benjamin Driscoll.


Pero el valle y la mañana eran verdes.


¡Y el aire!

De todas partes, como una corriente de agua, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en la altura, en oleadas de cristal.

El oxígeno, fresco puro y verde, el oxígeno frío que tran
sformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas se precipitará en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones dilatados, corazones que latían apresuradamente, y cuerpos rendido animados por el baile. Benjamin Driscoll aspiró profundamente el aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia la luz amarilla del sol.